Thursday, February 12, 2009

Joan Prats: superar la democracia delegativa y el capitalismo de camarilla Parte 1

EL PROGRESO NO ES LO QUE ERA: FUNDAMENTOS INSTITUCIONALES PARA UN PAÍS EN RIESGO
Extensión: 41 páginas.
Joan Prats i Català
Director Instituto Internacional de Gobernabilidad de Catalunya


1.1. Agosto de 2003: crónica de una coyuntura difícil
(La dirigencia política)  se empecinaba en la tesis de que la dura crisis que se vivía era de naturaleza económica y social. Se negaba a reconocer lo que para muchos otros resultaba una evidencia, a saber, que se había agotado el modelo de gobernabilidad democrática vigente desde 1985.

La situación social parecía tocar fondo: la CEPAL advertía que más del 20 por ciento de los bolivianos padecían de desnutrición crónica; que los ingresos de los bolivianos habían caído en una sexta parte en los últimos cuatro años y muy especialmente los de los sectores más pobres; que la desigualdad había aumentado llegando a superar la de Brasil; que el 45,5 por ciento de los bolivianos  estaban por debajo de la mitad del ingreso promedio nacional; que un tercio de los  bolivianos tenían un ingreso anual promedio inferior a los 200 dólares anuales; que,  según datos del INE, desde 1998, la población sin energía eléctrica había aumentado  en 800.000 personas, la que no disponía de agua potable había aumentado en más de  un millón, y que los hogares sin servicio sanitario habían crecido en un 2,4 por ciento;  a la vez que se denunciaban situaciones de cuasi-esclavitud en el Chaco.1  que más del 20 por ciento de los bolivianos padecían de desnutrición crónica; que los  ingresos de los bolivianos habían caído en una sexta parte en los últimos cuatro años  y muy especialmente los de los sectores más pobres; que la desigualdad había  aumentado llegando a superar la de Brasil; que el 45,5 por ciento de los bolivianos  estaban por debajo de la mitad del ingreso promedio nacional; que un tercio de los  bolivianos tenían un ingreso anual promedio inferior a los 200 dólares anuales; que,  según datos del INE, desde 1998, la población sin energía eléctrica había aumentado  en 800.000 personas, la que no disponía de agua potable había aumentado en más de  un millón, y que los hogares sin servicio sanitario habían crecido en un 2,4 por ciento;  a la vez que se denunciaban situaciones de cuasi-esclavitud en el Chaco..1  que más del 20 por ciento de los bolivianos padecían de desnutrición crónica; que los  ingresos de los bolivianos habían caído en una sexta parte en los últimos cuatro años  y muy especialmente los de los sectores más pobres; que la desigualdad había  aumentado llegando a superar la de Brasil; que el 45,5 por ciento de los bolivianos  estaban por debajo de la mitad del ingreso promedio nacional; que un tercio de los  bolivianos tenían un ingreso anual promedio inferior a los 200 dólares anuales; que,  según datos del INE, desde 1998, la población sin energía eléctrica había aumentado  en 800.000 personas, la que no disponía de agua potable había aumentado en más de  un millón, y que los hogares sin servicio sanitario habían crecido en un 2,4 por ciento;  a la vez que se denunciaban situaciones de cuasi-esclavitud en el Chaco...

Entretanto, los partidos políticos de la coalición parecían no enterarse de la  gravedad de la situación: aprisionados en el juego instalado por los “operadores políticos”  vuelto ya ineficiente, sus miembros más lúcidos se confesaban impotentes para  enderezar el rumbo: conflictos graves en la institucionalización del MIR, guerra de  cuoteos y prebendas, visión patrimonial del Estado y mercantilista de la economía,  confusión de la gobernabilidad con la disposición de mayorías congresuales, alta  fragmentación interna, incapacidad de dialogar con la oposición en sede parlamentaria,  fragmentación de la acción del gobierno... y falta de apoyo decidido a la lucha contra la  corrupción.

El Congreso boliviano salido de las elecciones  de 2002 era el más representativo de la historia republicana del país. Todos los sectores  sociales de un país tan fragmentado étnica y territorialmente y tan desigual podían  sentirse debidamente representados. Se trataba de una gran victoria del proceso de  democratización iniciado en 1982. Pero fue interpretado como una amenaza al statu  quo político y se intentó reducir y dividir a la oposición sin considerar prácticamente  ninguna de sus propuestas y tratando de deslegitimarla, a lo que contribuyó no poco la  bisoñez y las limitaciones de la propia oposición. Ni siquiera fue posible el acuerdo en  el nombramiento de los altos cargos que como el Defensor del Pueblo, el Tribunal Constitucional, la Corte Suprema o el Consejo Judicial debían dar testimonio de imparcialidad política, integridad personal y competencia profesional.


1.2. El agotamiento del impulso reformista en Bolivia

Y es que efectivamente, las reformas impulsadas no pudieron ir más  allá de los límites lógicos del modelo de gobernabilidad democrática instaurado desde  1985: (1) el Legislativo fue reducido a la función —tan necesaria como insuficiente— de  proporcionar mayorías al Ejecutivo, pero renunció a toda iniciativa legislativa, fue nula  su capacidad de control del Ejecutivo, no fue la Cámara de los grandes debates y  pactos sobre el futuro del país y, con todo ello, perdió legitimidad representativa; (2) el  Ejecutivo pudo actuar con gran discrecionalidad y sin otro condicionante que los pactos  entre los líderes de los partidos, celebrados en sede propia y al margen del Parlamento;  la responsabilización horizontal brilló por su ausencia ante la lógica de cuoteo partidista  y de prebendalismo desde la que se compusieron los órganos superiores del Poder  Judicial; (3) el Estado de Derecho apenas pudo iniciar su camino quedando bloqueado  tras sus primeros pasos por la insuficiencia de la legalidad y de la responsabilización  administrativa, por la corrupción e ineficiencia judicial, por la desconfianza hacia la  policía, por las insuficiencias en la protección de los derechos humanos, por la débil  definición y protección de los derechos de propiedad de los pobres, por la incapacidad  de las instituciones para poner fin a los abusos en la adquisición irregular de tierras por  parte de los poderosos, por la confusión del Estado de Derecho con la mera seguridad  jurídica del statu quo...; (4) las reformas administrativas equivocaron su camino, pues  esquivaron el difícil objetivo de construir la legalidad administrativa y la garantía de los  derechos de los ciudadanos ante la Administración, cayendo en el señuelo de la  construcción imposible de una administración por resultados sobre el suelo de una  administración patrimonializada políticamente; (5) al final se revelaba que las reformas  institucionales se frenaban allí donde entraban en contradicción con el sistema de  partidos políticos institucionalizado, el cual, para asegurar la gobernabilidad interna de  los mismos, exigía discrecionalidad en los gobiernos para articular arreglos contractuales  con los empresarios (mercantilismo), control de los cargos públicos para compensar la  militancia partidista (patrimonialismo) y discrecionalidad en la asignación del gasto  social (clientelismo).



Los límites del modelo, muchas veces anunciados, se hicieron patentes con el estancamiento en 1999 de la economía.

Muchas confusiones y equívocos  comenzaban a caer: Bolivia era un sistema indudablemente capitalista pero no era  propiamente una economía de mercado. Sus mercados estaban fragmentados no sólo  económica y territorialmente sino también institucionalmente: las transnacionales habían  invertido generando su propio marco regulador e impulsando la creación de agencias  reguladoras que en parte las eximían del riesgo de captura política; las élites económicas renovaban su práctica tradicional de negociados informales con el poder político, los  cuales constituían el verdadero régimen o institucionalidad de la economía; más allá la  gran masa de la informalidad económica campaba a su aire, sin que nadie pareciera  interesado en articular una “burguesía chola” como apoyo social e impulso empresarial  de una verdadera economía de mercado.


1.3. Democracia y gobernabilidad: la crisis es política y de modelo de gobernabilidad, no es una crisis democrática

Collier y  Levitsky han identificado más de 550 subtipos de democracia en una revisión de 150  trabajos recientes2. Muchos siguen un concepto minimalista de democracia que podemos  calificar como “democracia electoral”, derivado de la definición de democracia de  Shumpeter como “un sistema para llegar a la toma de decisiones políticas en el que  los individuos adquieren el poder de decidir por medio de un esfuerzo competitivo por  conquistar el voto popular”.

En  efecto, las fórmulas, reglas o procedimientos utilizados por los actores estratégicos  para tomar decisiones y para resolver sus conflictos sólo en parte responden a la  formalidad institucional democrática. En buena parte vienen también determinadas por  una informalidad institucional —a la que popularmente nos referimos como  patrimonialismo, clientelismo, prebendalismo y un largo etcétera— sin cuya conside-  ración no puede captarse la verdadera naturaleza del régimen político vigente. Guillermo O’Donnell se refería a este mismo fenómeno al calificar las democracias latinoamericanas como democracias delegativas, las cuales, aunque parecen tener las mismas  características formales que las democracias liberales son institucionalmente muy  frágiles y plantean serios problemas para la estabilidad y calidad de las democracias.

El  capitalismo de camarilla es un capitalismo en el que los políticos en el poder y  determinados grupos empresarios se reconocen, conciertan y actúan como compinches.  Stephen Haber8 argumenta que se trata de una forma capitalista de resultados menos  eficientes y equitativos que la economía de mercado institucionalizada, pero que es la  única que puede asegurar un cierto tipo de crecimiento en condiciones de inestabilidad  política y/o fuerte desigualdad social.

Se trata de un capitalismo sujeto a reglas, pero no se trata de reglas universales, sino  elaboradas concertadamente por y para la camarilla. La gobernanza económica en que  se expresa es creada por los miembros de la camarilla en beneficio propio, aunque se  impone su respeto al conjunto de la población. De esta manera el gobierno resuelve el  problema del compromiso generando estructuras de confianza entre los compinches  que de esta manera ya pueden invertir y tener una cierta seguridad para sus inversiones  mientras se mantengan en la camarilla. Así, cuando es capaz de reacomodarse al  cambio de sus miembros y de los sucesivos gobiernos, la camarilla se institucionaliza.  En realidad la gobernanza política y económica que resulta expresa un proceso iterativo  de contratos y recontratos entre los compinches.

Este sistema condena necesariamente a la informalidad económica y a la ilegalidad tributaria a la gran mayoría de los emprendedores del país. El emprendedor no puede  formalizarse porque al no poder por lo general integrarse en la camarilla no queda  protegido por el sistema de seguridades informales de los miembros de ésta. Si se  formaliza, soporta los altos costos de transacción por incertidumbre característicos de  los gobiernos sin o con bajo nivel de estado de derecho. Se refugia entonces en la  informalidad con lo que no sólo se impide el desarrollo de clases medias productivas  que amplíen la base fiscal y la ciudadanía sino que se crea un freno tremendo al  desarrollo al limitarse las transacciones económicas al ámbito de confianza personal característico de los mercados informales.

El capitalismo de camarilla al no reconocer verdaderos derechos universales de  ciudadanía económica también estimula los corporativismos de todo tipo. Las personas,  ante la falta de instituciones que garanticen sus derechos de modo igual, tienden a  agruparse en corporaciones profesionales, gremiales, empresariales de todo tipo, que  por lo general tampoco propenden a la creación de un orden jurídico y económico  universal sino a la defensa del statu quo, en el peor de los casos; o a la captura de  rentas legalmente garantizada, en el mejor. Lógicamente nada de todo esto favorece ni  el desarrollo democrático ni el avance del estado de derecho. No resulta extraño, pues,  que los bolivianos, de modo prácticamente unánime, en todos los estudios sociales  que nos son conocidos, manifiesten altos niveles de confianza interpersonal en su  círculo vital de referencia (familia, comunidad, iglesias...) y bajísimos e inquietantes  niveles de confianza en relación al funcionamiento de las instituciones generales (le-  yes, políticas, policía, jueces, ejército).

Llegados a este punto estamos analíticamente pertrechados para interpretar mejor la  crisis de gobernabilidad boliviana: la nueva política económica y la primera  democratización no instalaron en el país ninguna economía de mercado, ningún propio  estado de derecho, ninguna democracia de calidad. Ya hemos reconocido antes sus  méritos históricos relativos. Pero de mercado, Estado y democracia sólo sembraron  los gérmenes porque fijaron la estabilidad política en un capitalismo de camarilla,  capturador del proceso político, basado en arreglos principalmente informales entre las  élites políticas y económicas integradas, incapaz de formalizar y estimular las  capacidades productivas del país, envuelto en una gran opacidad y discrecionalidad,  de todo lo cual sólo podían emanar políticas de desarrollo coherentes con los intereses de la camarilla, que trató de legitimarse adornándose con  pobres ropajes de democracia,  estado de derecho y economía de mercado, ayudado todo ello por la falta de  comprensión del verdadero significado de estos conceptos en la cultura política, económica y legal del país.





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