(esto lo escribió un vecino escritor. Cada vez que leía esto, lloraba por dentro, y a veces por fuera. El escribió sobre un perrol bello que tuvimos la oportunidad de conocer. El vecino no lo sabe, pero no era mi heramana sino yo el que de la historia.)
Le llamaban Antonio.
Llovía viento sur, húmedo y frío, como es el "surazo" en Santa Cruz.
Esta mañana frente a la puerta del vecino Rojas estaba allí con su pelo negro brilloso. Se había abandonado a morir.
Me acerqué con cuidado y le alcancé un poco de agua con tetraciclina vitaminada. La tomó hábidamente.
Por la tarde, la hija del vecino Rojas le ofreció un plato de comida y lo cubrió con una vieja frazada para que se protegiera de frío.
Así comenzó el primer día de Antonio.
Le dieron más comida y pronto se levantó y comenzó a vivir de nuevo, aún se veía débil pero luchaba por reponerse. Día a día parecía que iba mejorando.
Parece que era cariño lo que buscaba; y lo había encontrado. Lo bañaba con jabó; le curó la sarna que tenía en una oreja. A la semana estaba casi sano.
Por las noches se apostaba en la puerta de la casa de la niña que lo cuidaba y como guardián no dejaba acercarse a nadie. Otras noches se apostaba en nuestra puerta con la misma actitud vigilante. Había escogidocuáles serían sus hogares.
Y así, los días fueron pasando.
Un día, Antonio desapareció.
A las 2 semanas volvió, otra vez enfermo.
Esta vez no quería comer y no había forma de hacerlo reponer.
El frío había pasado y también la pena por él. El cariño y la atención disminuyeron.
Pero una cosa nunca le faltó: la comida. Siempre había algo de las casas vecinas; restos de comida, arroz, yuca, carne...
Antonio no podía comer. Sin embargo, luchaba por vivir.
ERa muy diferente de cuando llegó el primer día, esta vez quería vivir.
Cuando nos veía acercarnos, se esforzaba por levantarse y como podía venía a saludar. Nosotros lo consolábamos con una caricia al paso.
Los vecinos llenos de compasión opinaban que Antonio debía morir. Estaba muy enfermo. ¿Quién sería el que le ayudaría a morir? Nadie quería asumir la penosa tarea.
Fue un martes, al atardecer; volvía a casa y me acerqué a Antonio a saludarlo como de costumbre. Se puso en pie y me acompañó unos metros, para luego volverse a sentar.
Respeté su descanso y fui a buscarle comida. Era una sopa de pollo que había quedado del almuerzo. Para sorpresa mía, la aceptó gustoso.
Lo dejé cenando.
Al volver por el plato, cuando le vi de lejos estaba echado de una forma que no acostumbraba hacerlo.
Me acerqué a él. Hacía unos instantes había dejado de existir. Su cuerpo estaba caliente y sus ojos aún eran brillantes.
Había sido su última cena y por última vez se había levantado para acompañarme y decimr adiós. Le di sus caricias como solía hacerlo cuando estaba vivo y le dije adiós. Había luchado tanto por vivir, pero la enfermedad pudo más que él y nosotros.
Con la vista ya turbia, y la cabeza volcada hacia la casa que lo había aceptado -como diciendo también adiós a la hija del vecino Rojas- quedó allí, muerto, no por casualidad, en el mismo lugar donde 2 meses antes había echado a dejarse morir.
Humberto Vázquez-Viaña.
Santa Cruz, 24 de Agosto de 1994.
Le llamaban Antonio.
Llovía viento sur, húmedo y frío, como es el "surazo" en Santa Cruz.
Esta mañana frente a la puerta del vecino Rojas estaba allí con su pelo negro brilloso. Se había abandonado a morir.
Me acerqué con cuidado y le alcancé un poco de agua con tetraciclina vitaminada. La tomó hábidamente.
Por la tarde, la hija del vecino Rojas le ofreció un plato de comida y lo cubrió con una vieja frazada para que se protegiera de frío.
Así comenzó el primer día de Antonio.
Le dieron más comida y pronto se levantó y comenzó a vivir de nuevo, aún se veía débil pero luchaba por reponerse. Día a día parecía que iba mejorando.
Parece que era cariño lo que buscaba; y lo había encontrado. Lo bañaba con jabó; le curó la sarna que tenía en una oreja. A la semana estaba casi sano.
Por las noches se apostaba en la puerta de la casa de la niña que lo cuidaba y como guardián no dejaba acercarse a nadie. Otras noches se apostaba en nuestra puerta con la misma actitud vigilante. Había escogidocuáles serían sus hogares.
Y así, los días fueron pasando.
Un día, Antonio desapareció.
A las 2 semanas volvió, otra vez enfermo.
Esta vez no quería comer y no había forma de hacerlo reponer.
El frío había pasado y también la pena por él. El cariño y la atención disminuyeron.
Pero una cosa nunca le faltó: la comida. Siempre había algo de las casas vecinas; restos de comida, arroz, yuca, carne...
Antonio no podía comer. Sin embargo, luchaba por vivir.
ERa muy diferente de cuando llegó el primer día, esta vez quería vivir.
Cuando nos veía acercarnos, se esforzaba por levantarse y como podía venía a saludar. Nosotros lo consolábamos con una caricia al paso.
Los vecinos llenos de compasión opinaban que Antonio debía morir. Estaba muy enfermo. ¿Quién sería el que le ayudaría a morir? Nadie quería asumir la penosa tarea.
Fue un martes, al atardecer; volvía a casa y me acerqué a Antonio a saludarlo como de costumbre. Se puso en pie y me acompañó unos metros, para luego volverse a sentar.
Respeté su descanso y fui a buscarle comida. Era una sopa de pollo que había quedado del almuerzo. Para sorpresa mía, la aceptó gustoso.
Lo dejé cenando.
Al volver por el plato, cuando le vi de lejos estaba echado de una forma que no acostumbraba hacerlo.
Me acerqué a él. Hacía unos instantes había dejado de existir. Su cuerpo estaba caliente y sus ojos aún eran brillantes.
Había sido su última cena y por última vez se había levantado para acompañarme y decimr adiós. Le di sus caricias como solía hacerlo cuando estaba vivo y le dije adiós. Había luchado tanto por vivir, pero la enfermedad pudo más que él y nosotros.
Con la vista ya turbia, y la cabeza volcada hacia la casa que lo había aceptado -como diciendo también adiós a la hija del vecino Rojas- quedó allí, muerto, no por casualidad, en el mismo lugar donde 2 meses antes había echado a dejarse morir.
Humberto Vázquez-Viaña.
Santa Cruz, 24 de Agosto de 1994.